Una historia cuenta que cuando a Benjamin Franklin una mujer le preguntó qué clase de gobierno había contribuido a crear, Franklin le contestó que una República...si ella y el resto de ciudadanos eran capaces de conservarla a pesar de las élites que inevitablemente dirigen los Estados. La responsabilidad de cada uno de nosotros va más allá de votar cada cuatro años como algunos pretenden. La democracia puramente representativa ya no nos vale a la ciudadanía o, como mínimo, a una parte de ella.
Por eso cuando alguien que forma parte de esa élite, que aspira a gobernar y que, probablemente, lo consiga en breve me trata como si yo fuera idiota recuerdo que sí, que mi responsabilidad para evitar que una élite -no consciente de la exigencia ética que implica serlo, a la manera orteguiana- se aproveche de la la mayoría es enorme. Igual que la del resto de ciudadanos y ciudadanas.
Eso, tratarme de idiota, es exactamente lo que hace el señor Rajoy cuando sin ningún empacho afirma que si se le cambia el nombre a lo que ahora es el matrimonio homosexual, pues no pasa nada y todo el mundo contento. "Se trata de tener una ley como en Francia, Alemania o el Reino Unido", suelta Rajoy, como si eso le diera una pátina de modernidad y europeísmo. Pero, ¿es que es legal el matrimonio homosexual en estos países? No. Entonces, ¿a qué se refiere?
Rajoy se refiere a cambiarle el nombre a una ley...obviando conscientemente que eso equivale a reducir derechos. El problema no es cómo se llame un acto jurídico sino que al nombre que recibe siempre van asociados unos derechos u otros. Está definido en el código civil. Así que la palabra 'matrimonio', en la jurisdicción española, lleva asociados una serie de derechos (como, por ejemplo, la adopción). Por eso la única igualdad real era aprobar el 'matrimonio' homosexual, no la 'unión civil' o 'pareja de hecho' o cualquier otro supuesto falso sinónimo.
Y es eso, el derecho asociado al nombre, lo que quiere cambiar Rajoy. Que nadie se equivoque: no se trata del nombre; son los derechos.